PERFIL

El hombre tranquilo de Villaverde

Foto: Rafael Fuentes.
Sofía Menéndez 4 COMENTARIOS 17/12/2017 - 08:52

La sencillez, el buen humor y la humildad con que preserva tantos conocimientos de tradición y observación hacen de Antonio, agricultor y carpintero, un sabio de la tierra. También es una persona clave en los denominados ‘Potajes científicos’ de las Semanas de la Ciencia de Fuerteventura. Antonio González Carrión acaba de cumplir 90 años y se siente como un roble. Majorero por los cuatro costados, es un apasionado de su tierra. Restaurador de la única tahona que queda en Villaverde de las 17 que había, hacedor de pajeros, gavias y paredes, productor de vino en el único lagar de esta villa… sin olvidar sus tareas como constructor de charcas para que no se pierda el agua y la tierra fértil. Después de dos años de tormento para conseguir los permisos, Antonio se sorprende cuando en la finca de al lado unos extranjeros hacen y deshacen sin mediar papeles.

Este joven de espíritu, como dice él, también conserva las semillas de la Isla. Por las noches reza a San Pedro para que llueva y pueda plantar arvejas, chícharos, trigo morisco, cebada y su querida lenteja majorera, la más pequeña del mundo. “Sin trabajar me aburro”, dice. Por las tardes descansa en su garaje y se dedica a hacer sudokus, aunque en la tele no se pierde su programa preferido, Pasa Palabra, y los programas de música canaria, como Tenderete.

Actualmente, disfruta cultivando y poniendo en explotación un terrenito para su nieta, en la finca El Camacho. Amanece disfrutando del paisaje de la Montaña Escanfraga. Ha entregado toda su herencia en vida, porque dice que para el otro mundo no nos llevamos nada, y quiere vivir sus últimos días en el campo, pegado a la tierra y lo más sencillo posible en su pequeño habitáculo, donde tiene la cama y todo a mano: las herramientas, la guitarra, una pequeña tele de plasma, una bacinilla y una mecedora para por las tardes.

Torres de alta tensión

Cuando ve cómo destruyen una gavia o acaban con el paisaje desplegando torres de alta tensión, en el lugar donde antes solo se contemplaba una palmera gigante que le servía de faro en la pesca en su infancia, se cabrea, pero intenta no amargarse. Recuerda esa enorme palmera de chico, cómo servía de señal cuando a los nueve años sacaba a las cabras descalzo y vagaba por las llanuras y el malpei. “Nos hacíamos heridas en los pies y cogíamos una pella de tierra para atajar la sangre”, añade.

Antonio González Carrión, un agricultor nonagenario, está escribiendo su biografía: La vida de un campesino; de un día a los noventa años. Este majorero bien podría ser una especie de John Wayne de Villaverde en El hombre tranquilo de John Ford

Su biografía comienza así: “En Villaverde, a dos de febrero de dos mil diecisiete…”, con una espectacular letra de manuscrito. “Nací según me dijeron en este pueblo de Villaverde, municipio de La Oliva, el cuatro de diciembre de mil novecientos veintisiete. De mi nacimiento no me acuerdo, la verdad es esa, pero después de año y medio o dos años sí, vaya que sí”. Antonio recuerda los cogotazos que le daba su madre, que era costurera, con el dedal en la cabeza. “Que Dios la perdone”, añade. “No lo he olvidado, menos mal, que tenía mis alegrías, con mi padre que era un buenazo; él era un manitas, carpintero, tonelero, ebanista y aparte de eso era el notario del municipio. Después, como trabajaba en el campo, cuidaba de los camellos, burros y cabras, que era lo que realmente daba de comer. De un cajón de botellas de coñac me hizo mi primer juguete, un coche con las ruedas de madera, con un trozo de soga. Mi padre tiraba y yo sentado dentro del cajón iba más contento que unas pascuas”. Antonio González Carrión fue el tercer hijo y estaban “todos pendientes del niño”.

“De seis y siete años me mandaban a cuidar las cabras y a la escuela, que era en la casa de doña Dolores Quintana, frente a los molinos. Después empezó la República y el maestro se fue. Lo llamarían para incorporarse al ejército. Entonces no quedó otra que ir a la escuela en La Oliva, en una casa donde hoy vive doña Encarnación Fleitas", recuerda.

“El maestro era Don Miguel Vera, un hombre muy serio y cuando castigaba, castigaba fuerte, pero era un buen maestro”, rememora. También recuerda cómo los muchachos, cuando les reñía el maestro sin pestañear, se orinaban de miedo. “Pero a mí nunca me pasó. Solo se enfadó conmigo una vez, y tuvo que reírse. Me dijo eso no se escribe así y le conteste: pos jace me lo tú”.

En algo más de 120 páginas cuenta su vida, las historias  del servicio militar en Ifni, su noviazgo y feliz matrimonio con Micaela Guerra, la llegada de sus tres hijos y la última, la niña. Como tantos majoreros tuvo que emigrar a El Aaiún para trabajar de carpintero, ahorrar dinero y volver a su Fuerteventura querida. Los inicios en la Isla con una carpintería con tres socios, hasta finalmente poder independizarse. Cómo enseñó su oficio a uno de sus hijos, del que se siente orgulloso, Blas, “que es mejor carpintero que yo”, dice.

En el campo, como en la vida, “solo he querido sembrar bien e intentar ser buena persona, eso es todo”, concluye.

Comentarios

La esencia de la vida está en este texto. Biografías que enseñan a pensar y a caminar. Gracias, Sofía y Antonio.
Testimonio conmovedor y oportuno para muchas personas que carecen de empatía por el medio rural. Gracias Sofia por facilitarme esta valiosa información.
Bonito reportaje. De los que ya, por desgracia, ya no se hacen. Sofia, maestra de la profundidad en la sencillez. Bravo por ti y por ese chico que lo describes tan cercano
Lo extraordinario de la sencillez. Como decía mi admirada abuela "¡Que dios lo bendiga!"

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